jueves, octubre 04, 2007
Adiós al paraíso
Mauricio Purto Recientes ataques de guerrilla maoísta han obligado a las autoridades del gobierno de Nepal a un despliegue constante de efectivos militares para garantizar la seguridad de los turistas, en su mayor parte excursionistas y escaladores, que se echan al camino en las tierras altas del Solu Khumbu, en el Parque Nacional Sagarmata, el país de los sherpas y del famoso monte Everest. Poco antes -y desde la extraña muerte de los reyes del Nepal en 2001-, varios atentados han asediado al otrora pacífico paraíso jipi, y han redundado en una gran merma en el turismo, la mayor fuente de divisas frescas para el Reino de Nepal. En 1986, cuando lo visité por primera vez, quedé encandilado por su arquitectura, por sus colores, por su gente, pacífica y bondadosa, en fin, por sus senderos y gigantes montañas que me convocaron muchas veces. Tan encandilado, que al emprender el regreso al pie de los Andes tuve una sensación de pérdida, como si fuese irremediable. Y me juré regresar. Lo hice muchas veces. Para escalar o por el solo hecho de estar ahí. Nepal me regaló el ascenso del Yakawa Kang, del Katung Kang, del Tukche, del Cho Oyu y del Everest. También a amigos como Kunga Sherpa y Ang Furi, que ya pasaron, y al entrañable Ang Rita. Pero reducirlo a nombres es poco. Me regaló momentos, recuerdos inolvidables. Para siempre. Entonces cuestioné quedarme a vivir allí, en lo que sentía como el paraíso, donde me sentía más libre que en ninguna otra parte. Donde podía dejar mi mochila a la vera del camino y regresar al día siguiente. O deambular hasta el amanecer por las estrechas callejuelas de Katmandú, sin ningún apremio, entre templos y devotos. Volví muchas veces con amigos, sobre todo montañeros, en gestas de pasión y de gloria. Nepal era total. Tenía las montañas que más me atraían, en el enclave ideal. Pero nada es para siempre. Y el pasado viaje de 2001 con la expedición del Club Alpino al Everest fue la antítesis de todo lo vivido. El paisaje era el mismo, pero la vibración otra. Desde la expedición misma al acribillamiento de toda la familia real, la vivencia fue dura. Apenas llegado, en Lukla me enteré del asesinato de una amiga francesa, luego en Namche Bazar, de la muerte de mi amigo Pasang. Al poco andar, del estado de coma de mi amigo sherpa Ang Furi -mi cordada en el Everest, en el Cho Oyu, en el Shishabangma y en el Dhaulagiri-, quien padecía una tuberculosis cerebral... El día que tomamos el helicóptero de regreso del ascenso de las chilenas al Everest, en la escalerilla misma, nos cuentan del asesinato de los reyes de Nepal, y de paso de casi toda la familia real. Llegamos a Katmandú en estado de emergencia, con el pueblo en las calles, reclamando la muerte de sus "padres", incrédulos de la versión oficial, que acusaba de tamaño crimen a un hijo de los monarcas... Que tuvo que ser Rambo para matar a casi treinta miembros de la realeza, y resultar sólo herido para morir después, cuando asumió su tío, el traidor, quien asumió pronto, en estado de sitio. Tanques en las calles, militares en las calles. Bombas lacrimógenas. Todo cerrado. Los bancos cerrados por duelo muchos días. Deudas que pagar, con la presión de querer irse lo antes posible desde donde una vez quise vivir para siempre. Como para recordarme que el paraíso no estaba allí, ni acá. Quizás dentro de uno mismo.
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